De cómo mi papá afectó mi visión acerca del cuerpo.

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Soy Sari, la hija chica de la familia. Tengo hoy en día 46 años y cuando falleció mi papá, Eduardo Cohen, tenía yo sólo 22. Mi papá era una persona muy querida por muchos y tanto para mis hermanos como para mi mamá y para mí, él siempre fue una figura adorada y admirada y su muerte nos dejó un hueco enorme.

Hoy quiero hablar de la manera en la que el arte expresionista de mi papá y específicamente su percepción de los cuerpos fue construyendo en mí una cierta visión que influyó profundamente en mi vida personal y académica.

Yo nací en 1972 y en los ochentas viví mi adolescencia. Los ochentas fueron años nefastos en cuanto a lo que se refiere a la cultura de las dietas y de la cosificación de las mujeres en los medios: Jane Fonda y sus aerobics llenaban las pantallas de televisión y cada semana una nueva dieta era promovida como la panacea para todas mujeres que no habían sido dotadas naturalmente de un cuerpo esbelto y tonificado. Yo nunca tuve el cuerpo de las Barbies y por lo tanto pasé toda mi adolescencia enfrascada en esa búsqueda por demás inútil. Desgraciadamente, todas las mujeres a mi alrededor en esa época estaban en las mismas, victimas dominadas por esos mensajes y no llegué a tener cerca ninguna voz feminista que los pudiera poner en cuestión.

Mi papá tampoco fue el portador de esa voz, por lo menos no consciente o expresamente. Pero de alguna manera, presiento que si años después me rebelé en contra de esos mensajes opresivos y me empoderé con relación a mi cuerpo, su forma y su tamaño, fue en gran parte por lo que logró impregnarse en mí de la visión artística de mi papá y su peculiar relación con los cuerpos.  Desde chica recuerdo mirar intrigada sus cuadros, con esas figuras desnudas, expresivas, cuyos cuerpos eran lo menos parecidos a los de las modelos de los anuncios o al de Jane Fonda. Eran cuerpos extraños, cuerpos que parecían vivos, no «pulidos» o «embelesados». Hasta dudaba entonces si esos cuerpos eran dignos de ser mostrados en un cuadro, de ser «arte». Esos cuerpos eran como los cuerpos de la vida misma: no los que teníamos que aspirar a ser, sino los que éramos.

Recuerdo cuando mi papá me llevaba a su estudio: en muchas ocasiones estuve ahí, participando en sus clases de arte que tan demandadas eran. Desde muy niña observaba con encanto y curiosidad – también con un poco de vergüenza – a la modelo desnuda a la cual todas intentábamos dibujar durante la clase. Era siempre vieja, siempre con un cuerpo carnoso y flácido, un cuerpo real – con pliegues, celulitis, arrugas y demás «imperfecciones». Yo le preguntaba a mi papá por qué sus modelos eran siempre así, por qué no eran jóvenes y de cuerpos «perfectos». “Estos son los cuerpos interesantes” – me respondía – “los que más material dan para dibujar”.

Así, creo que fui introyectando esa idea – a pesar de no haberme sido comunicada con palabras: Los cuerpos reales son los cuerpos interesantes, son los que vale la pena observar y los que más tienen que dar. Mi papá me transmitió mediante su arte que la sexualidad, la belleza y el asombro no son precisamente propiedad de los cuerpos sólidos, limpios, jóvenes, lisos y perfectos: El arte está en la carne, en el cuerpo exuberante, voluptuoso y sensual.

Años más tarde, ya en un tiempo posterior a su muerte, me convertiría en doctora en filosofía con una tesis sobre el cuerpo grotesco. En mi tesis propongo al cuerpo grotesco – especialmente el cuerpo del carnaval investigado por Mikhail Bakthin – como un cuerpo vivo, integrado al mundo y no separado de él; el cuerpo propio de la filosofía fenomenológica, reconocido por ésta como parte integral del sujeto y no sólo como una «máquina» al servicio de la mente – estilo Descartes. Esa tesis se publicó y en la portada del libro un dibujo de la famosa serie de «las escaleras» de mi papá proporcionó un significado concreto y personal a un estudio teórico.   

A partir de ahí, me he dedicado a la filosofía feminista con énfasis en el cuerpo y la corporeidad. En el ámbito personal, durante la última década viví en carne propia la maternidad: me embaracé, parí, amamanté a mis dos hijos y me enamoré así del cuerpo sensual y generador de vida, el cual convertí en mi tema de investigación filosófica. A la par, me liberé de la cultura de la dieta y de la cosificación femenina y me rebelé transformando mi cuerpo en un cuerpo  activo, gozoso y que deja a todos los Barbie-cuerpos atrás, rezagados.

Tristemente, mi papá no alcanzo a ver nada de esto, pero en ocasiones siento que el mejor homenaje que he podido hacerle es el de haberme convertido felizmente en uno de los personajes de sus obras. Finalmente, yo también soy (en parte) obra suya J.

Sara Cohen Shabot