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“Los propósitos de la mirada”

El caso de Eduardo Cohen nos enfrenta con un artista que desarrolló su talento al margen de los círculos institucionales y que, con razón, se consideró a sí mismo un outsider, en la medida en que no participaba en el gran circo publicitario del arte… fue alguien que producía sin importarle el mundo de las galerías o de la cultura institucionalizada de nuestro país.

En esa dirección fue un anarca en los términos en que Ernst Junger define esta posición: aquél que conserva sus valores intactos no obstante los embates de la historia o de la realidad cotidiana.


Fragmento del texto de Roberto Vallarino en “Los propósitos de la mirada”
Eduardo Cohen 1939-1995, p. 155. UNAM, México, 1997.

Tinta 22

Artista

Yo, como artista, como dibujante figurativo, trato de confeccionar con mi
trabajo un mundo a todas luces falso, donde los personajes y la escenografía tienden constantemente a escapar de las reglas de la lógica y de la verdad institucional. Es decir, en mis dibujos se efectúa una especie de fuga de la realidad (o de lo que llamamos realidad). Y no es cierto que con esto pretenda alcanzar una verdad absoluta que trascienda nuestra vulgar cotidianidad. Confieso que me basta con asistir, entre curioso y asombrado, al surgimiento lento de escenas y personajes que van asomándose imprevisiblemente hasta instalarse en la superficie del papel; seres -como yo- resignados a poblar gratuitamente un mundo absurdo.
Eduardo Cohen, texto no publicado y sin fecha, encontrado en su archivo personal.

Reflexiones de un pintor expresionista

Todo conocimiento es principalmente plagio. Un argumento a favor de que
todo conocimiento es vivenciado como plagio es el incómodo sentimiento
de culpabilidad que se experimenta cuando se expresa una opinión que ha
sido tomada prestada de algún otro, pero que aún no ha sido interiorizada.
El tiempo que tarda uno en «olvidar» la fuente puede variar, pero
finalmente, una vez consumado el olvido, el conocimiento pasa a
convertirse en parte de nuestro repertorio personal. La mala conciencia es
síntoma pues de que aún no nos hemos apropiado de ese conocimiento
particular. La diferencia así entre un conocimiento plagiado y uno propio,
es entre el ayer y el hoy. El plagio de ayer es nuestra autenticidad de hoy y
el plagio de hoy será nuestra autenticidad de mañana.

Eduardo Cohen. Hacia un arte existencial. Reflexiones de un pintor
expresionista, p. 97. Editorial Anthropos. Barcelona, España, 2004.

Introducción al libro Eduardo Cohen.

En los últimos meses de su vida, entre 1994-95, en los momentos de calma que le permite la enfermedad, Eduardo Cohen hace del óleo una manera de recobrar sus ánimos de vivir; en Cohen la pintura es una intensidad, un arrojo que se permite. De pronto pierde la vista, luego la recupera y toma los pinceles para concretar un trabajo sin par en donde hay que robarle unos minutos más a la existencia. Vistos esos cuadros después de los hechos dolorosos que les sucedieron, lo que queda es una manifestación de agitaciones, de persistencias y de dolor. Cohen se afirmaba en esa negatividad, esa rebeldía que lo hicieron uno de los grandes artistas de este siglo XX mexicano y uno de los mayores dibujantes de este continente del que tanto descreía Borges.

Andrés de Luna. Introducción al libro Eduardo Cohen. Los propósitos de la mirada 1939-1995, p.56, UNAM, México, 1997.

Mi Papá, yo, el arte y la religión

Por: Leonardo Cohen

En muchas ocasiones, a lo largo de mi vida, me he visto con la necesidad de explicar ciertas paradojas que conviven al interior de mi personalidad. Desde una época muy temprana, aún durante mi niñez, me fui percatando de que tarde o temprano la fe en Dios me abandonaría. Recuerdo con nitidez el momento en el que, esperando mi turno para entrar al dentista, tal vez a los 11 o 12 años, miré hacia la sala donde doctores y enfermeras trataban la dentadura de otros niños, y con preocupación tuve la sensación de que mi aterrizaje en el mundo del ateísmo era inevitable. No me agradó esa sensación. Me pareció que no era adecuado ni correcto dejar de creer en Dios, pero sentí que no había alternativa, y que las ideas que al respecto tenía en el pasado, se iban disolviendo y haciendo obsoletas. Percibí que mi destino iba a ser la renuncia a la fe religiosa y a la idea de que por encima de nosotros había una voluntad divina. No había posibilidad de argumentar. Simplemente, así era y había que reconciliarse con la nueva realidad. Sin embargo, puedo decir que, también desde una época relativamente temprana, -a mis 16 o 17 años- me empecé a interesar apasionadamente por la religión. Se me despertó gran curiosidad por el fenómeno religioso, al que empecé a aproximarme a través de lecturas diversas, sobre todo de sociología. Posteriormente, mis estudios académicos me condujeron a colocar el tema religioso en el centro de mi agenda, y hasta la fecha se me despierta fácilmente el apetito cuando se trata de abordar experiencias religiosas desde perspectivas analíticas. Eso sí, aún sigo sin considerarme creyente, tal y como lo percibí aquella tarde en el dentista.
Con el pasar del tiempo, uno va rearmando su biografía y tratando de entender cómo es que uno se volvió quien es. ¿Cómo llegué a conciliar mi apatía por la fe junto con mi pasión por la religión? Sin duda mis relaciones afectivas más cercanas tuvieron una influencia importante sobre mi conciencia. Nadie en mi casa demostró tener especial interés por mantener las prácticas religiosas a nivel cotidiano. Mis padres y sus tres hijos, Moy, Sari y yo, nos criamos bajo el mismo ambiente y al final todos terminamos desligándonos de Dios de una forma o de otra. Sin embargo, dentro de esa misma atmósfera, cuando llegaban las festividades judías, casi como si fuera un imperativo íbamos todos a la sinagoga y rezábamos. En Yom Kipur, mi papá salía hacia la sinagoga desde temprano. Yo era un poco más flojo y llegaba más tarde. Cuando entraba, mi papá me miraba con ojos de pistola, como diciéndome: “¿Apenas te apareces?” Me ponía el talit y comenzaba a rezar junto con todos los presentes. Con el tiempo me llegué a preguntar por qué mi papá se molestaba de que me incorporara tarde al rezo. Tal vez le enfadaba que yo y mi hermano lo dejáramos aburrirse solo.
Durante mi adolescencia pasé horas y horas con mi papá y Moy mi hermano en la sinagoga. Mi mamá y mi hermana no podían sentarse con nosotros porque se trataba de una sinagoga ortodoxa. Había largos momentos tediosos y aburridos cuando se trataba de los rezos de Rosh Hashana y Yom Kipur, que nos daban la oportunidad de conversar y plantear, sin decirlo de manera abierta, la pregunta fundamental de ¿por qué estamos acá? Mi papá se educó de manera religiosa, se sabía todas las plegarias casi de memoria, mientras yo hacía un gran esfuerzo por leer todo y nunca lograba terminar a tiempo. Tal vez había cierta inercia, o compromiso familiar que le dificultaba a mi papá la posibilidad de dejar de ir a la sinagoga. Sin embargo, una vez que estábamos ahí, discutíamos y conversábamos sobre el valor de la religión como instrumento de cohesión social. Escuchábamos los cantos y a continuación reflexionábamos sobre la manera en que la participación en el rito, el involucramiento afectivo de los participantes, generaba un momento de comunión que demostraba que la religión existe y cumple un papel –social, emocional, afectivo- que va más allá de las creencias. Por supuesto, a través de esas conversaciones conocí a Émile Durkheim, uno de los padres fundadores de la sociología y en específico de la sociología de la religión. Incluso, en una ocasión, descubrí a mi padre haciendo una trampa. Adentro del libro de rezos tenía escondido otro libro, el cual procuraba leer mientras se aburría. Era un libro muy pequeño pero muy significativo: “Comentarios a la Rama Dorada de Frazer” escrito por el filósofo alemán Ludwig Wittgenstein. Cuando mi papá se escapaba dentro del rezo hacia su lectura, abordaba perspectivas sobre la religión en las que él mismo se encontraba en ese preciso momento: “el hombre que clava una aguja en el muñeco que representa a su enemigo, tiene su equivalente en la sociedad moderna donde un hombre besa la foto de su amada, o toca la bocina cuando no puede salir del embotellamiento. En todos los casos, se trata de una expresión de un deseo.” La ceremonia tenía significados afectivos, más allá de su capacidad de dirigirse hacia la voluntad divina o tratar de influir en ella, como se hace referencia a la magia.
Mi papá dedicó una pequeña parte de su obra plástica, a retratar esas experiencias en la sinagoga. Sobre todo, la sinagoga de la calle Córdoba, que fue la sinagoga de su infancia. Lo hizo siempre desde su profunda perspectiva expresionista, que resaltaba, sobre todo, la visión radicalmente subjetiva de la imagen que representaba. Tal cómo él mismo escribió: “El artista que se encuentra comprometido afectivamente con el mundo no hará necesariamente obras maestras (para eso se necesita algo más), pero sí obras auténticas y únicas. La autenticidad tiene dos caras positivas: una es el innegable interés que despierta cada alma humana cuando nos habla desde sí mismo; la otra cara es la experiencia subjetiva, plena de intensidad que vive quien lucha por objetivar su propia visión de la vida en la particularidad de un espacio y en la singularidad de un instante.”
Si los dibujos y pinturas de mi papá son obras maestras, eso lo determinará el público y los críticos de arte. Pero sin duda en sus obras sobre su experiencia en la sinagoga puede notarse su compromiso afectivo, su autenticidad, y su capacidad de hablar de sí mismo. Yo no heredé su capacidad para las artes plásticas, pero a partir de nuestras largas conversaciones en la sinagoga es que me explico a mí mismo por qué me apasiona el fenómeno religioso y por qué dedico tantos esfuerzos en comprenderlo desde una posición empática, más allá de mi certero ateísmo, o más bien, agnosticismo.

Recordando a mi padre: Eduardo Cohen

Es costumbre en mi comunidad de origen -los judíos mexicanos provenientes de Alepo- llamar al primer hijo con el nombre de su abuelo, y a la primera hija con el nombre de su abuela. Es una manera de honrar a la persona u honrar su memoria en caso de que haya fallecido.

Mi hijo nació casi 14 años después de la muerte de mi padre, Eduardo Cohen. A mi hijo lo llamamos Amitai. Pronto serán 30 años de que emigré a Israel, y el nombre Eduardo podía resultar un poco extraño en el entorno local. Amitai, también es un nombre poco común, pero nos pareció original, es un nombre con raíces bíblicas y por lo tanto puede adecuarse más fácil al entorno hebreo que nos rodea. Amitai era el padre del profeta Jonás: el primer versículo de este libro dice: “Y Dios hablo a Jonás hijo de Amitai.” Eso es todo lo que sabemos de este personaje, ni más ni menos, lo que para mí lo hace atractivo porque le otorga un cierto misterio, habiendo sido mencionado esta única vez en el texto bíblico.

Sin embargo, la razón más importante por la que me di la libertad de no llamar a mi hijo con el nombre de mi padre es que a causa de los intensos recuerdos que tengo de él, y que sorprendentemente se acrecientan conforme el tiempo pasa, encuentro infinidad de maneras de honrar su memoria más allá de su nombre. Su legado es tan vasto para mí, como entiendo que lo es para mucha gente más, que las oportunidades para rememorarlo y agradecerle lo que nos heredó, son excepcionalmente numerosas.

En muchas ocasiones cuando voy al banco, a la peluquería o alguna tienda o restaurante que están en un cruce muy transitado cerca de mi casa, me veo obligado a pasar al lado de un puesto de lotería. El vendedor me conoce desde hace muchos años. Se llama Martin y tiene cerca de sesenta años. La relación entre los dos es predominantemente unidireccional. El me da consejos y recomendaciones para la vida y yo lo escucho. El piensa que debe ayudarme a que mi vida sea mejor. Me explicaba en su momento como terminar de escribir mi doctorado, como hacer para encontrar un trabajo fijo y no ser profesor por asignatura. Se le ve un poco inquieto de que aún no he conseguido comprar un departamento. Me pregunta por la educación de mi hijo. Me muestra anuncios en los periódicos de cosas que pueden ayudarme para tener una vida más estable. Yo nunca le pregunto nada fuera de un simple cómo estas. A veces le respondo a sus inquietudes y trato de decirle lo que yo quiero o pretendo hacer y al mismo tiempo le doy la razón porque si lo contradigo levanta el dedo de manera categórica dejándome completamente desarmado. La dinámica es siempre la misma, salvo que esté ocupado con algún cliente. En esos casos, logro escabullirme y cruzar la calle saludándolo desde lejos con la mano. Admito que hay muchas ocasiones en las que no tengo ánimo de escuchar sus prédicas, y entonces hago un rodeo para evitar que se entrometa otra vez en mi vida privada. No me atrevo a pasar frente a él y no detenerme para que hable conmigo, así que muchas veces me escapo.

´           ¿Por qué soy así? Inmediatamente después de que me hago esta pregunta me brinca la respuesta. Es mi herencia paterna. Mi papá tenía su estudio en un edificio en la colonia Polanco. En la planta baja había una tintorería y el empleado una vez lo vio salir del edificio y le dijo: “he visto que sus cortinas están un poco sucias, cuando quiera, se las lavo.” Mi papá no quiso hacerlo, por lo que antes de entrar al edificio se tomaba la precaución de no toparse con el tintorero y escurrirse hasta su estudio sin que lo vea. Así lo hacía por semanas. No quería tener que rendirle cuentas cara a cara de qué es lo que quería o no quería hacer con sus cortinas. Sin embargo, un día el encuentro fue inevitable, y un poco nervioso mi papá le dijo: “¿sabe qué?… eh… es que creo que… mire, no quiero que las lave.” A lo que el tintorero respondió: “¿Qué? ¿Que no lave qué?”

Ligada a esta historia hay otra historia que contaba mi papá, en parte verdadera y en parte ficticia. Mi papá había ido a ver al otorrinolaringólogo, quien le resolvió un problema del oído y le pidió que volviera en dos semanas para revisarlo de nuevo. Después de la primera visita se sintió mejor y no vio necesidad de hacer otra cita. Pensó que era innecesario gastar dinero en un asunto que ya estaba resuelto. El problema era que el consultorio del médico estaba en la calle aledaña a donde vivíamos y mi papá temía encontrarse al doctor por casualidad y que le dijera: “¿por qué no vino a verme?”. Así que preparó la excusa de antemano: “sí me lo encuentro en la calle, le digo que acabo de llegar de viaje”, pero luego reflexionó y se dijo: “¿por qué habría de creerme?” Y entendió que por los próximos días tendría que caminar por la calle con una maleta en la mano para justificar su argumento. Pero qué tal si el médico le pedía cargar su maleta y se daba cuenta que estaba vacía. Sería un problema. Debería de prepararse para esta posibilidad. La solución era meter algunas piedras y tal vez algo de ropa para dar crédito a su excusa. Fue un poco más allá y pensó que el médico tal vez le pediría abrir la maleta para ver si no eran sólo piedras, pero consideró que esto era ya improbable.

La creatividad de mi papá iba más allá de su obra plástica. Estaba presente en sus fantasías, su humor y la manera de encarar sus dificultades y debilidades. Su creatividad estaba también en su manera de armar historias. Hace poco tiempo leí un cuento corto de Etgar Keret. El personaje -que es Keret mismo-, recibe una llamada de una oficinista del sistema de cablevisión para venderle un servicio. Keret no logra decirle que no le interesa y le explica que se acaba de caer en un hoyo y se rompió el tobillo. Cuando más tarde la mujer vuelve a insistir, se ve en la necesidad de contarle que están por amputarle la pierna, y ella le dice que le llamará más tarde. La esposa de Keret le dice: “Por qué no puedes limitarte a decir: gracias, pero no me interesa comprar, alquilar o tomar prestado lo que sea que usted venda, así que, por favor, no vuelva a llamarme en lo que le queda de vida y, si es posible, tampoco en la siguiente. Que tenga un buen día”. Creo que a mi papá le hubiese gustado esta historia.

Cada vez que me voy aproximando al cruce de la calle Ha’ari con Aza y Metudela, y alcanzo a ver el puesto de Martin, empiezo a pensar cómo armaré mi historia de hoy. En las más cotidianas experiencias es que me vuelvo a encontrar con mi papá, y trato de intercambiar algunas ideas con él sobre cómo desarrollar cada narrativa de lo que me pasa en la vida diaria. Es una manera, de tantas que hay, a través de las cuales honro su memoria en la experiencia cotidiana. Por ello me tomé la libertad de no darle su nombre a mi hijo.

Por cierto, termino de escribir estas líneas y veo frente a mí un cuadro de mi papá. Es una serigrafía de los vitrales que hizo sobre los profetas. Veo frente a mí una de sus creaciones artísticas, veo cómo la ballena se traga a Jonás, el hijo de Amitai.

Leonardo Cohen