Mi Papá, yo, el arte y la religión

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Por: Leonardo Cohen

En muchas ocasiones, a lo largo de mi vida, me he visto con la necesidad de explicar ciertas paradojas que conviven al interior de mi personalidad. Desde una época muy temprana, aún durante mi niñez, me fui percatando de que tarde o temprano la fe en Dios me abandonaría. Recuerdo con nitidez el momento en el que, esperando mi turno para entrar al dentista, tal vez a los 11 o 12 años, miré hacia la sala donde doctores y enfermeras trataban la dentadura de otros niños, y con preocupación tuve la sensación de que mi aterrizaje en el mundo del ateísmo era inevitable. No me agradó esa sensación. Me pareció que no era adecuado ni correcto dejar de creer en Dios, pero sentí que no había alternativa, y que las ideas que al respecto tenía en el pasado, se iban disolviendo y haciendo obsoletas. Percibí que mi destino iba a ser la renuncia a la fe religiosa y a la idea de que por encima de nosotros había una voluntad divina. No había posibilidad de argumentar. Simplemente, así era y había que reconciliarse con la nueva realidad. Sin embargo, puedo decir que, también desde una época relativamente temprana, -a mis 16 o 17 años- me empecé a interesar apasionadamente por la religión. Se me despertó gran curiosidad por el fenómeno religioso, al que empecé a aproximarme a través de lecturas diversas, sobre todo de sociología. Posteriormente, mis estudios académicos me condujeron a colocar el tema religioso en el centro de mi agenda, y hasta la fecha se me despierta fácilmente el apetito cuando se trata de abordar experiencias religiosas desde perspectivas analíticas. Eso sí, aún sigo sin considerarme creyente, tal y como lo percibí aquella tarde en el dentista.
Con el pasar del tiempo, uno va rearmando su biografía y tratando de entender cómo es que uno se volvió quien es. ¿Cómo llegué a conciliar mi apatía por la fe junto con mi pasión por la religión? Sin duda mis relaciones afectivas más cercanas tuvieron una influencia importante sobre mi conciencia. Nadie en mi casa demostró tener especial interés por mantener las prácticas religiosas a nivel cotidiano. Mis padres y sus tres hijos, Moy, Sari y yo, nos criamos bajo el mismo ambiente y al final todos terminamos desligándonos de Dios de una forma o de otra. Sin embargo, dentro de esa misma atmósfera, cuando llegaban las festividades judías, casi como si fuera un imperativo íbamos todos a la sinagoga y rezábamos. En Yom Kipur, mi papá salía hacia la sinagoga desde temprano. Yo era un poco más flojo y llegaba más tarde. Cuando entraba, mi papá me miraba con ojos de pistola, como diciéndome: “¿Apenas te apareces?” Me ponía el talit y comenzaba a rezar junto con todos los presentes. Con el tiempo me llegué a preguntar por qué mi papá se molestaba de que me incorporara tarde al rezo. Tal vez le enfadaba que yo y mi hermano lo dejáramos aburrirse solo.
Durante mi adolescencia pasé horas y horas con mi papá y Moy mi hermano en la sinagoga. Mi mamá y mi hermana no podían sentarse con nosotros porque se trataba de una sinagoga ortodoxa. Había largos momentos tediosos y aburridos cuando se trataba de los rezos de Rosh Hashana y Yom Kipur, que nos daban la oportunidad de conversar y plantear, sin decirlo de manera abierta, la pregunta fundamental de ¿por qué estamos acá? Mi papá se educó de manera religiosa, se sabía todas las plegarias casi de memoria, mientras yo hacía un gran esfuerzo por leer todo y nunca lograba terminar a tiempo. Tal vez había cierta inercia, o compromiso familiar que le dificultaba a mi papá la posibilidad de dejar de ir a la sinagoga. Sin embargo, una vez que estábamos ahí, discutíamos y conversábamos sobre el valor de la religión como instrumento de cohesión social. Escuchábamos los cantos y a continuación reflexionábamos sobre la manera en que la participación en el rito, el involucramiento afectivo de los participantes, generaba un momento de comunión que demostraba que la religión existe y cumple un papel –social, emocional, afectivo- que va más allá de las creencias. Por supuesto, a través de esas conversaciones conocí a Émile Durkheim, uno de los padres fundadores de la sociología y en específico de la sociología de la religión. Incluso, en una ocasión, descubrí a mi padre haciendo una trampa. Adentro del libro de rezos tenía escondido otro libro, el cual procuraba leer mientras se aburría. Era un libro muy pequeño pero muy significativo: “Comentarios a la Rama Dorada de Frazer” escrito por el filósofo alemán Ludwig Wittgenstein. Cuando mi papá se escapaba dentro del rezo hacia su lectura, abordaba perspectivas sobre la religión en las que él mismo se encontraba en ese preciso momento: “el hombre que clava una aguja en el muñeco que representa a su enemigo, tiene su equivalente en la sociedad moderna donde un hombre besa la foto de su amada, o toca la bocina cuando no puede salir del embotellamiento. En todos los casos, se trata de una expresión de un deseo.” La ceremonia tenía significados afectivos, más allá de su capacidad de dirigirse hacia la voluntad divina o tratar de influir en ella, como se hace referencia a la magia.
Mi papá dedicó una pequeña parte de su obra plástica, a retratar esas experiencias en la sinagoga. Sobre todo, la sinagoga de la calle Córdoba, que fue la sinagoga de su infancia. Lo hizo siempre desde su profunda perspectiva expresionista, que resaltaba, sobre todo, la visión radicalmente subjetiva de la imagen que representaba. Tal cómo él mismo escribió: “El artista que se encuentra comprometido afectivamente con el mundo no hará necesariamente obras maestras (para eso se necesita algo más), pero sí obras auténticas y únicas. La autenticidad tiene dos caras positivas: una es el innegable interés que despierta cada alma humana cuando nos habla desde sí mismo; la otra cara es la experiencia subjetiva, plena de intensidad que vive quien lucha por objetivar su propia visión de la vida en la particularidad de un espacio y en la singularidad de un instante.”
Si los dibujos y pinturas de mi papá son obras maestras, eso lo determinará el público y los críticos de arte. Pero sin duda en sus obras sobre su experiencia en la sinagoga puede notarse su compromiso afectivo, su autenticidad, y su capacidad de hablar de sí mismo. Yo no heredé su capacidad para las artes plásticas, pero a partir de nuestras largas conversaciones en la sinagoga es que me explico a mí mismo por qué me apasiona el fenómeno religioso y por qué dedico tantos esfuerzos en comprenderlo desde una posición empática, más allá de mi certero ateísmo, o más bien, agnosticismo.