Eduardo Cohen fue un artista que se distinguió no sólo por la maestría de su dibujo y su línea expresionista, sino también como alguien poseedor de un extraordinario sentido del humor con una actitud anti-solemne y llena de ironía. No se tomaba en serio, por lo que la autocrítica y la capacidad de reírse de sí mismo formaron parte de su naturaleza. Una anécdota: cuando en una ocasión entraron ladrones a robar su casa y se llevaron los aparatos eléctricos y otros enseres domésticos, pero no sus cuadros, dijo respecto a esto último que tenía dos hipótesis, o los ladrones no sabían nada de arte, o sabían mucho de arte.
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EL HUMOR
Más que a cualquier otra cosa, el poder es sensible a la crítica irónica o mordaz, es decir, a aquella que se niega a aceptar la seriedad -y con ello la legalidad- de sus argumentos.
El poder es, generalmente, solemne. El humor, que todo lo corroe, no hace excepción con el poder, tiende a relativizar todo orden. Hay algo inherentemente cómico en el poder, así como hay algo inherentemente subversivo en la comicidad. Lo solemne se transforma en grotesco ante la ironía. De ahí que los poderosos antagonicen menos con aquellos adversarios que los critican sin dejar de respetar las reglas el juego, que con los «aguafiestas», o sea, aquellos otros que utilizan el humor: un arma para la que ellos no poseen un antídoto racional.
Eduardo Cohen. Hacia un arte existencial. Reflexiones de un pintor expresionista, p.81. UNAM, México, 1993.
Hacia un arte existencial. Reflexiones de un pinto
La risa circula en nuestro organismo como un flujo vital, y si éste se detiene queda paralizado nuestro apetito por la vida. Sólo nuestra risa nos puede reconciliar con el eventual drama de nuestras vidas. Pero para reír es necesario poner bajo la perspectiva de lo infinito la ridícula finitud de nuestras cuitas. Bajo esta luz, aun la muerte puede aparecer quizás menos lúgubre y trágica. Lo cierto es que nadie que aún ría puede jamás causar lástima…poder ver en las cosas su lado cómico es dar a nuestra mirada un sentido creativo. La lectura irónica de los objetos puede resultar una de las más sugestivas y reveladoras.
Eduardo Cohen.
Hacia un arte existencial. Reflexiones de un pintor expresionista, p. 84, UNAM, México, 1993.
Hacia un arte existencial
Cada uno de nosotros recoge en las cosas lo que nos permite ser lo que
somos; pero también lo que vemos en las cosas depende de lo que somos.
Cuando vemos a alguien o a algo no sólo añadimos un nuevo saber sobre el
mundo, sino sobre todo, descubrimos una parte desconocida de nosotros
mismos.
Cada nueva relación nos recrea y pone al descubierto parte de lo que somos
para bien y para mal. De hecho, amamos a quien nos permite ser del modo
que más nos gustamos, y odiamos a aquel que hace emerger, de lo que
somos, la peor parte, aquella que preferiríamos se mantuviera en las
sombras.
Eduardo Cohen
Hacia un arte existencial.
Reflexiones de un pintor expresionista, p.88.
UNAM, México, 1993.
Revista Siempre, 14 de septiembre, 1995.
En el universo de su lenguaje personal dentro del dibujo, Eduardo Cohen fue un creador prolífico, apasionado, contundente, que adquirió y logró una soltura y una originalidad que sólo surgen de la necesidad interna de expresar al universo con un rostro distinto. Hay en sus dibujos la conmoción chagalliana orientada hacia el espacio onírico y el mundo erótico. Sus sueños eran un viaje por los túneles brumosos de la noche del alma, sus dibujos poseían esa conciencia de la voluntad estética que no persigue ninguna finalidad fuera de sus propios elementos.
El arte, la vida y el pensamiento de Eduardo Cohen merecen ser conocidos, estudiados y valorados ahora que su temprana desaparición física nos separa de uno de los pocos pintores expresionistas mexicanos profundos.
Roberto Vallarino
Hacia un Arte Fenomenológico: Cohen y el Cuerpo.
El arte de Eduardo Cohen estuvo siempre influido por el expresionismo. Como tal, se encargó más de expresar sensaciones y sentimientos que de plasmar ideas o conceptos. Su arte por tanto siempre fue una llamada a las emociones – tanto al placer como al disgusto, a la felicidad y a la tristeza. Esa llamada a las emociones, a la reacción visceral frente al cuadro (más que a la intelectual), empero, fue siempre hecha (fuera de en épocas muy tempranas) no mediante el dibujo de paisajes, naturaleza u objetos inertes, sino siempre desde la proyección de cuerpos, de sujetos corpóreos y carnales.
En este aspecto me parece que Cohen fue un fenomenólogo, alguien que entendió que nuestra presencia en el mundo – nuestra existencia y nuestra relación con los objetos en el mundo – no pueden comprenderse sino desde un cuerpo, desde un cuerpo particular y único. El filósofo francés Maurice Merleau-Ponty (uno de los fenomenólogos más importantes e influyentes) sostuvo que nuestro cuerpo nunca es un objeto, sino nuestro modo de expresión en el mundo. Los objetos existen alejados de nosotros, esto es, nosotros apreciamos a los objetos siempre desde una cierta distancia, desde una perspectiva. Nuestro cuerpo, por el contrario, es inseparable de nosotros. Nuestro yo es un yo-corpóreo, de manera que nunca podemos separarnos de él. El cuerpo por tanto no es un objeto como otros, ya que siempre permanece con nosotros, ya que nunca podemos apreciarlo ‘objetivamente’, es decir desde la distancia. Es por esta razón, argumentaba Merleau-Ponty, que es imposible pensarnos como incorpóreos y que el yo independiente al cuerpo al que pertenece es solo una ilusión y una falacia. La separación cuerpo/yo es en realidad inconcebible. Somos íntimamente cuerpos.
Volviendo a Cohen: Una de las principales lecciones que obtuve y continúo obteniendo de mi papá, es que el arte y la creación se hacen desde el cuerpo y para el cuerpo. Este cuerpo siempre es ‘imperfecto’: es un cuerpo que expresa nuestras carencias, nuestros límites – el cuerpo siempre tiene límites y faltas. Los cuerpos decaen, enferman, se arrugan, se hacen flácidos, crecen y se reducen. Por otra parte, el cuerpo es también goce, fertilidad y disfrute. Desde este cuerpo pintó Cohen, tanto desde su cuerpo joven y poderoso como desde el enfermo y limitado, siempre ofreciéndonos una perspectiva rica y variada del cuerpo pintando cuerpos. Así fueron también siempre los cuerpos que el pintó, imperfectos – a la vez gozosos y enfermos, bellos y decadentes.
Cohen pintó como un fenomenólogo, como Merleau-Ponty, entendió profundamente al cuerpo como nuestro medio de expresión en el mundo – no como objeto. Pintó cuerpos expresivos desde su yo corpóreo, abrazando a éste tanto en la salud como en la enfermedad, en la potencia como en la decadencia.
Sara Cohen Shabot, Diciembre 2019.
Mi Papá, yo, el arte y la religión
Por: Leonardo Cohen
En muchas ocasiones, a lo largo de mi vida, me he visto con la necesidad de explicar ciertas paradojas que conviven al interior de mi personalidad. Desde una época muy temprana, aún durante mi niñez, me fui percatando de que tarde o temprano la fe en Dios me abandonaría. Recuerdo con nitidez el momento en el que, esperando mi turno para entrar al dentista, tal vez a los 11 o 12 años, miré hacia la sala donde doctores y enfermeras trataban la dentadura de otros niños, y con preocupación tuve la sensación de que mi aterrizaje en el mundo del ateísmo era inevitable. No me agradó esa sensación. Me pareció que no era adecuado ni correcto dejar de creer en Dios, pero sentí que no había alternativa, y que las ideas que al respecto tenía en el pasado, se iban disolviendo y haciendo obsoletas. Percibí que mi destino iba a ser la renuncia a la fe religiosa y a la idea de que por encima de nosotros había una voluntad divina. No había posibilidad de argumentar. Simplemente, así era y había que reconciliarse con la nueva realidad. Sin embargo, puedo decir que, también desde una época relativamente temprana, -a mis 16 o 17 años- me empecé a interesar apasionadamente por la religión. Se me despertó gran curiosidad por el fenómeno religioso, al que empecé a aproximarme a través de lecturas diversas, sobre todo de sociología. Posteriormente, mis estudios académicos me condujeron a colocar el tema religioso en el centro de mi agenda, y hasta la fecha se me despierta fácilmente el apetito cuando se trata de abordar experiencias religiosas desde perspectivas analíticas. Eso sí, aún sigo sin considerarme creyente, tal y como lo percibí aquella tarde en el dentista.
Con el pasar del tiempo, uno va rearmando su biografía y tratando de entender cómo es que uno se volvió quien es. ¿Cómo llegué a conciliar mi apatía por la fe junto con mi pasión por la religión? Sin duda mis relaciones afectivas más cercanas tuvieron una influencia importante sobre mi conciencia. Nadie en mi casa demostró tener especial interés por mantener las prácticas religiosas a nivel cotidiano. Mis padres y sus tres hijos, Moy, Sari y yo, nos criamos bajo el mismo ambiente y al final todos terminamos desligándonos de Dios de una forma o de otra. Sin embargo, dentro de esa misma atmósfera, cuando llegaban las festividades judías, casi como si fuera un imperativo íbamos todos a la sinagoga y rezábamos. En Yom Kipur, mi papá salía hacia la sinagoga desde temprano. Yo era un poco más flojo y llegaba más tarde. Cuando entraba, mi papá me miraba con ojos de pistola, como diciéndome: “¿Apenas te apareces?” Me ponía el talit y comenzaba a rezar junto con todos los presentes. Con el tiempo me llegué a preguntar por qué mi papá se molestaba de que me incorporara tarde al rezo. Tal vez le enfadaba que yo y mi hermano lo dejáramos aburrirse solo.
Durante mi adolescencia pasé horas y horas con mi papá y Moy mi hermano en la sinagoga. Mi mamá y mi hermana no podían sentarse con nosotros porque se trataba de una sinagoga ortodoxa. Había largos momentos tediosos y aburridos cuando se trataba de los rezos de Rosh Hashana y Yom Kipur, que nos daban la oportunidad de conversar y plantear, sin decirlo de manera abierta, la pregunta fundamental de ¿por qué estamos acá? Mi papá se educó de manera religiosa, se sabía todas las plegarias casi de memoria, mientras yo hacía un gran esfuerzo por leer todo y nunca lograba terminar a tiempo. Tal vez había cierta inercia, o compromiso familiar que le dificultaba a mi papá la posibilidad de dejar de ir a la sinagoga. Sin embargo, una vez que estábamos ahí, discutíamos y conversábamos sobre el valor de la religión como instrumento de cohesión social. Escuchábamos los cantos y a continuación reflexionábamos sobre la manera en que la participación en el rito, el involucramiento afectivo de los participantes, generaba un momento de comunión que demostraba que la religión existe y cumple un papel –social, emocional, afectivo- que va más allá de las creencias. Por supuesto, a través de esas conversaciones conocí a Émile Durkheim, uno de los padres fundadores de la sociología y en específico de la sociología de la religión. Incluso, en una ocasión, descubrí a mi padre haciendo una trampa. Adentro del libro de rezos tenía escondido otro libro, el cual procuraba leer mientras se aburría. Era un libro muy pequeño pero muy significativo: “Comentarios a la Rama Dorada de Frazer” escrito por el filósofo alemán Ludwig Wittgenstein. Cuando mi papá se escapaba dentro del rezo hacia su lectura, abordaba perspectivas sobre la religión en las que él mismo se encontraba en ese preciso momento: “el hombre que clava una aguja en el muñeco que representa a su enemigo, tiene su equivalente en la sociedad moderna donde un hombre besa la foto de su amada, o toca la bocina cuando no puede salir del embotellamiento. En todos los casos, se trata de una expresión de un deseo.” La ceremonia tenía significados afectivos, más allá de su capacidad de dirigirse hacia la voluntad divina o tratar de influir en ella, como se hace referencia a la magia.
Mi papá dedicó una pequeña parte de su obra plástica, a retratar esas experiencias en la sinagoga. Sobre todo, la sinagoga de la calle Córdoba, que fue la sinagoga de su infancia. Lo hizo siempre desde su profunda perspectiva expresionista, que resaltaba, sobre todo, la visión radicalmente subjetiva de la imagen que representaba. Tal cómo él mismo escribió: “El artista que se encuentra comprometido afectivamente con el mundo no hará necesariamente obras maestras (para eso se necesita algo más), pero sí obras auténticas y únicas. La autenticidad tiene dos caras positivas: una es el innegable interés que despierta cada alma humana cuando nos habla desde sí mismo; la otra cara es la experiencia subjetiva, plena de intensidad que vive quien lucha por objetivar su propia visión de la vida en la particularidad de un espacio y en la singularidad de un instante.”
Si los dibujos y pinturas de mi papá son obras maestras, eso lo determinará el público y los críticos de arte. Pero sin duda en sus obras sobre su experiencia en la sinagoga puede notarse su compromiso afectivo, su autenticidad, y su capacidad de hablar de sí mismo. Yo no heredé su capacidad para las artes plásticas, pero a partir de nuestras largas conversaciones en la sinagoga es que me explico a mí mismo por qué me apasiona el fenómeno religioso y por qué dedico tantos esfuerzos en comprenderlo desde una posición empática, más allá de mi certero ateísmo, o más bien, agnosticismo.
PERSPECTIVAS DE EDUARDO COHEN SOBRE SU QUEHACER ARTÍSTICO, SEGÚN SUS PROPIAS PALABRAS
Yo, como artista, como dibujante figurativo, trato de confeccionar con mi trabajo un mundo a todas luces falso, donde los personajes y la escenografía tienden constantemente a escapar de las reglas de la lógica y de la verdad institucional. Es decir, en mis dibujos se efectúa una especie de fuga de la realidad (o de lo que llamamos realidad). Y no es cierto que con esto pretenda alcanzar una verdad absoluta que trascienda nuestra vulgar cotidianidad.
Confieso que me basta con asistir, entre curioso y asombrado, al surgimiento lento de escenas y personajes que van asomándose imprevisiblemente hasta instalarse en la superficie del papel; seres -como yo- resignados a poblar gratuitamente, un mundo absurdo.
Eduardo Cohen, fragmento de su texto para el catálogo de la exposición «De máscaras y situaciones», Galería Misrachi, México, 1977.
Eduardo Cohen (Pintor)
Mi sentir sobre Cohen
En el universo de su lenguaje personal dentro del dibujo, Cohen fue un creador prolífico, apasionado, contundente, que adquirió y logró una soltura y una originalidad que sólo surgen de la necesidad interna de expresar al universo con un rostro distinto. Hay en sus dibujos la conmoción chagalliana orientada hacia el universo onírico y el mundo erótico. Sus sueños eran un viaje a los túneles brumosos de la noche del alma, sus dibujos poseían esa conciencia de la voluntad estética que no persigue ninguna finalidad fuera de sus propios elementos…
El arte, la vida y el pensamiento de Eduardo Cohen merecen ser conocidos, estudiados y valorados ahora que su temprana desaparición física nos separa de uno de los pocos pintores expresionistas mexicanos profundos.
Roberto Vallarino
Revista Siempre
México, 14 de septiembre, 1995
El crítico de arte, Andrés de Luna, escribió sobre Eduardo Cohen:
«Durante los últimos meses de su vida, entre 1994 y 1995, en los momentos de calma que le permite la enfermedad, Eduardo hace del óleo una manera de recobrar sus ánimos de vivir; en Cohen la pintura es una intensidad, un arrojo que se permite. De pronto pierde la vista, luego la recupera y toma los pinceles para concretar un trabajo sin par en donde hay que robarle unos minutos más a la existencia. Vistos estos cuadros después de los hechos dolorosos que les precedieron, lo que queda es una manifestación de agitaciones, de persistencias y de dolor. Cohen se afirmaba en esa negatividad, rebeldía que lo hizo uno de los grandes artistas de este siglo mexicano y uno de los mayores dibujantes de este continente del que tanto descreía Borges.»