Hacia un arte existencial. Reflexiones de un pintor expresionista

Mis dibujos son resultado de una vista afectada por la miopía, por una serie de manías y obsesiones, por preferencias y fobias, por el amor y el odio que me despiertan las cosas; en fin, por lo que yo soy y por lo que los objetos y las personas significan para mí en este instante, expresado con lo que el material que esté usando me permita decir.

Para experimentar el mundo no poseemos más que nuestros sentidos y tendremos que escucharlos aunque muchas veces nos den «malos» consejos porque es el único modo de hacer saber a los demás la forma particular en que percibimos al mundo.

                  Eduardo Cohen

                   p.185. UNAM, 1993, México

                

Hacia un arte existencial

Cada uno de nosotros recoge en las cosas lo que nos permite ser lo que
somos; pero también lo que vemos en las cosas depende de lo que somos.
Cuando vemos a alguien o a algo no sólo añadimos un nuevo saber sobre el
mundo, sino sobre todo, descubrimos una parte desconocida de nosotros
mismos.
Cada nueva relación nos recrea y pone al descubierto parte de lo que somos
para bien y para mal. De hecho, amamos a quien nos permite ser del modo
que más nos gustamos, y odiamos a aquel que hace emerger, de lo que
somos, la peor parte, aquella que preferiríamos se mantuviera en las
sombras.
Eduardo Cohen
Hacia un arte existencial.


Reflexiones de un pintor expresionista, p.88.
UNAM, México, 1993.

Revista Siempre, 14 de septiembre, 1995.

En el universo de su lenguaje personal dentro del dibujo, Eduardo Cohen fue un creador prolífico, apasionado, contundente, que adquirió y logró una soltura y una originalidad que sólo surgen de la necesidad interna de expresar al universo con un rostro distinto. Hay en sus dibujos la conmoción chagalliana orientada hacia el espacio onírico y el mundo erótico. Sus sueños eran un viaje por los túneles brumosos de la noche del alma, sus dibujos poseían esa conciencia de la voluntad estética que no persigue ninguna finalidad fuera de sus propios elementos.

El arte, la vida y el pensamiento de Eduardo Cohen merecen ser conocidos, estudiados y valorados ahora que su temprana desaparición física nos separa de uno de los pocos pintores expresionistas mexicanos profundos.

Roberto Vallarino

Reflexiones de un pintor expresionista. UNAM, México, 1993

«La función del arte es transfigurar inéditamente los objetos familiares iluminándolos con una nueva luz nueva e ingeniosa. Mediante la parodia, por ejemplo, lo familiar se nos puede volver súbitamente extraño, y lo extraño, familiar; pueden aparecer en los objetos otros rasgos que jamás entrevimos. La sátira de lo cotidiano es una expresión fundamentalmente estética».

«La ironía no es únicamente un contenido que el arte se encarga de vehicular. El arte mismo debe ser ironizado para que pueda cumplir una de sus funciones básicas: la crítica. Además, volver al arte un campo de ejercicio irónico es rescatar otra de sus máximas virtudes: su carácter de diversión, de aventura, de actividad lúdica.»

Eduardo Cohen. Hacia un arte existencial.

Eduardo Cohen (Reflexiones)

«El estilo personal de la obra de un artista no se manifiesta en lo fijo y estereotipado sino a través del cambio. Alguien que se repite todo el tiempo no es alguien que posee un estilo formado sino alguien que ha aprendido a copiarse a sí mismo. La mayor prueba de insinceridad es la de hacer en dos momentos diferentes un mismo cuadro. Una pintura refleja lo que fuimos pero ya no podemos ser. Una obra terminada es un pedazo de nosotros que nos hemos arrancado pero que ya no nos pertenece y que es ridículo volver a recoger. Y si, sin darnos cuenta, empezamos a repetirnos es porque de momento no tenemos nada que decir y no queremos callar. En tal caso hay que tomarlo como un síntoma y tratar de atacar las amenazas de esterilidad asomándonos al mundo, a lo que sucede a nuestro alrededor, y después intentar de nuevo. «

Eduardo Cohen. Hacia un arte existencial. Reflexiones de un pintor expresionista, p. 56. UNAM, México, 1993.

Mi Papá, yo, el arte y la religión

Por: Leonardo Cohen

En muchas ocasiones, a lo largo de mi vida, me he visto con la necesidad de explicar ciertas paradojas que conviven al interior de mi personalidad. Desde una época muy temprana, aún durante mi niñez, me fui percatando de que tarde o temprano la fe en Dios me abandonaría. Recuerdo con nitidez el momento en el que, esperando mi turno para entrar al dentista, tal vez a los 11 o 12 años, miré hacia la sala donde doctores y enfermeras trataban la dentadura de otros niños, y con preocupación tuve la sensación de que mi aterrizaje en el mundo del ateísmo era inevitable. No me agradó esa sensación. Me pareció que no era adecuado ni correcto dejar de creer en Dios, pero sentí que no había alternativa, y que las ideas que al respecto tenía en el pasado, se iban disolviendo y haciendo obsoletas. Percibí que mi destino iba a ser la renuncia a la fe religiosa y a la idea de que por encima de nosotros había una voluntad divina. No había posibilidad de argumentar. Simplemente, así era y había que reconciliarse con la nueva realidad. Sin embargo, puedo decir que, también desde una época relativamente temprana, -a mis 16 o 17 años- me empecé a interesar apasionadamente por la religión. Se me despertó gran curiosidad por el fenómeno religioso, al que empecé a aproximarme a través de lecturas diversas, sobre todo de sociología. Posteriormente, mis estudios académicos me condujeron a colocar el tema religioso en el centro de mi agenda, y hasta la fecha se me despierta fácilmente el apetito cuando se trata de abordar experiencias religiosas desde perspectivas analíticas. Eso sí, aún sigo sin considerarme creyente, tal y como lo percibí aquella tarde en el dentista.
Con el pasar del tiempo, uno va rearmando su biografía y tratando de entender cómo es que uno se volvió quien es. ¿Cómo llegué a conciliar mi apatía por la fe junto con mi pasión por la religión? Sin duda mis relaciones afectivas más cercanas tuvieron una influencia importante sobre mi conciencia. Nadie en mi casa demostró tener especial interés por mantener las prácticas religiosas a nivel cotidiano. Mis padres y sus tres hijos, Moy, Sari y yo, nos criamos bajo el mismo ambiente y al final todos terminamos desligándonos de Dios de una forma o de otra. Sin embargo, dentro de esa misma atmósfera, cuando llegaban las festividades judías, casi como si fuera un imperativo íbamos todos a la sinagoga y rezábamos. En Yom Kipur, mi papá salía hacia la sinagoga desde temprano. Yo era un poco más flojo y llegaba más tarde. Cuando entraba, mi papá me miraba con ojos de pistola, como diciéndome: “¿Apenas te apareces?” Me ponía el talit y comenzaba a rezar junto con todos los presentes. Con el tiempo me llegué a preguntar por qué mi papá se molestaba de que me incorporara tarde al rezo. Tal vez le enfadaba que yo y mi hermano lo dejáramos aburrirse solo.
Durante mi adolescencia pasé horas y horas con mi papá y Moy mi hermano en la sinagoga. Mi mamá y mi hermana no podían sentarse con nosotros porque se trataba de una sinagoga ortodoxa. Había largos momentos tediosos y aburridos cuando se trataba de los rezos de Rosh Hashana y Yom Kipur, que nos daban la oportunidad de conversar y plantear, sin decirlo de manera abierta, la pregunta fundamental de ¿por qué estamos acá? Mi papá se educó de manera religiosa, se sabía todas las plegarias casi de memoria, mientras yo hacía un gran esfuerzo por leer todo y nunca lograba terminar a tiempo. Tal vez había cierta inercia, o compromiso familiar que le dificultaba a mi papá la posibilidad de dejar de ir a la sinagoga. Sin embargo, una vez que estábamos ahí, discutíamos y conversábamos sobre el valor de la religión como instrumento de cohesión social. Escuchábamos los cantos y a continuación reflexionábamos sobre la manera en que la participación en el rito, el involucramiento afectivo de los participantes, generaba un momento de comunión que demostraba que la religión existe y cumple un papel –social, emocional, afectivo- que va más allá de las creencias. Por supuesto, a través de esas conversaciones conocí a Émile Durkheim, uno de los padres fundadores de la sociología y en específico de la sociología de la religión. Incluso, en una ocasión, descubrí a mi padre haciendo una trampa. Adentro del libro de rezos tenía escondido otro libro, el cual procuraba leer mientras se aburría. Era un libro muy pequeño pero muy significativo: “Comentarios a la Rama Dorada de Frazer” escrito por el filósofo alemán Ludwig Wittgenstein. Cuando mi papá se escapaba dentro del rezo hacia su lectura, abordaba perspectivas sobre la religión en las que él mismo se encontraba en ese preciso momento: “el hombre que clava una aguja en el muñeco que representa a su enemigo, tiene su equivalente en la sociedad moderna donde un hombre besa la foto de su amada, o toca la bocina cuando no puede salir del embotellamiento. En todos los casos, se trata de una expresión de un deseo.” La ceremonia tenía significados afectivos, más allá de su capacidad de dirigirse hacia la voluntad divina o tratar de influir en ella, como se hace referencia a la magia.
Mi papá dedicó una pequeña parte de su obra plástica, a retratar esas experiencias en la sinagoga. Sobre todo, la sinagoga de la calle Córdoba, que fue la sinagoga de su infancia. Lo hizo siempre desde su profunda perspectiva expresionista, que resaltaba, sobre todo, la visión radicalmente subjetiva de la imagen que representaba. Tal cómo él mismo escribió: “El artista que se encuentra comprometido afectivamente con el mundo no hará necesariamente obras maestras (para eso se necesita algo más), pero sí obras auténticas y únicas. La autenticidad tiene dos caras positivas: una es el innegable interés que despierta cada alma humana cuando nos habla desde sí mismo; la otra cara es la experiencia subjetiva, plena de intensidad que vive quien lucha por objetivar su propia visión de la vida en la particularidad de un espacio y en la singularidad de un instante.”
Si los dibujos y pinturas de mi papá son obras maestras, eso lo determinará el público y los críticos de arte. Pero sin duda en sus obras sobre su experiencia en la sinagoga puede notarse su compromiso afectivo, su autenticidad, y su capacidad de hablar de sí mismo. Yo no heredé su capacidad para las artes plásticas, pero a partir de nuestras largas conversaciones en la sinagoga es que me explico a mí mismo por qué me apasiona el fenómeno religioso y por qué dedico tantos esfuerzos en comprenderlo desde una posición empática, más allá de mi certero ateísmo, o más bien, agnosticismo.

SELECCIÓN DE FRAGMENTOS DE LA PRESENTACIÓN QUE EDUARDO COHEN HIZO DE SU PROPIA OBRA

     EN EL CATÁLOGO PARA SU EXPOSICIÓN TITULADA    «DE HOMBRES Y DE BESTIAS»  EN EL COLEGIO DE BACHILLERES DE LA CIUDAD DE MÉXICO

ABRIL-MAYO 1988

 

(Textos en los que el artista hizo uso de su sentido del humor y de la ironía para neutralizar la solemnidad que a menudo acompaña al quehacer artístico. Cohen siempre pensó que el mejor antídoto contra la arrogancia tan común entre los creadores, era la capacidad de reírse de uno mismo).

«En cuanto a mi manera de trabajar, yo suelo dibujar lo primero que se me ocurre. Cuando no se me ocurre nada, de todos modos dibujo. De ahí que algunos de mis cuadros resulten, sorprendentemente, hermosas metáforas del vacío existencial.»

«Cuando se elige la carrera de pintor se sabe con certeza que toda crítica -excepto la favorable- se puede desechar por subjetiva. Por tanto, si toda una vida no me es suficiente para alcanzar el reconocimiento, acusaré de subjetiva a toda la sociedad, atenderé únicamente al juicio de la posteridad y asunto concluido.»

«La verdad es que podría dar mil razones para explicar el por qué no soy comprendido. Como no se me ocurre ninguna convincente, recurro a una de mis frases favoritas: ¡Yo no pinto para agradar a nadie sino a mí mismo! Aunque sinceramente no me gusta afirmar eso en público porque inmediatamente todos se muestran de acuerdo.

 

Por: Eduardo Cohen (Pintor)

Obra y vida de Eduardo Cohen

Mi papá fue muy cercano a mí, a mi mamá y a mis hermanos. También fue muy cercano con sus hermanos, con su papá y su mamá. Tuvo muchos amigos que lo buscaban de manera continua porque fue muy receptivo, inteligente y con un gran sentido del humor.

Mi papá leía novelas, psicoanálisis, filosofía, sociología y ciencias políticas. A partir de los 34 años se dedicó a pintar todos los días, realizó unas 30 exposiciones en México, en Estados Unidos, en Israel y en Australia. Escribió un libro publicado en la UNAM llamado “Hacia un arte existencial”. Hoy en día tenemos 2 800 cuadros de estilo expresionista, realizados con tinta, con acuarelas, con pasteles y con óleo.

En este año hicimos dos exposiciones y hubo un gran número de personas que visitaron las galerías y compraron varias obras. Hoy ya tenemos la página en internet en donde aparecen las 2 800 obras, su trayectoria como artista y un blog cada mes. Ha sido un gran artista y una gran persona, pero murió hace 24 años. Su obra se sigue vendiendo porque causa una fuerte impresión y para su familia tiene importantes consecuencias: lo extrañamos profundamente, pero al ver su obra volvemos a verlo a él y recordamos todo su pasado y su relación tan cercana con nosotros.

Sus hermanos, sus sobrinos y sus amigos siguen teniendo relación con mi mamá, conmigo y con mis hermanos porque nosotros también hemos sido cercanos con ellos porque una vez que murió mi papá ocupamos su espacio para relacionarnos con todas estas personas. Nosotros cuatro somos parecidos a mi papá en la relación con las personas que estaban cercanas a él. Nosotros cuatro somos receptivos, inteligentes y tenemos un buen sentido del humor, igual a como fue mi papá.

Es doloroso que haya muerto tan joven pero aún tenemos muchos recuerdos de él, tenemos una gran cantidad de sus obras y mi mamá, yo y mis dos hermanos somos muy parecidos a él. Es una buena consecuencia, aunque murió, su sentido del humor, su inteligencia y su receptividad se transfirió a nosotros cuatro y una parte de él sigue viviendo dentro de nosotros.

Moisés Cohen Shabot