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Eduardo Cohen
No hay que buscar en nuestro interior quién es uno. Eso se puede descubrir tan solo mirando a quién amo, a quién detesto, a quién admiro, a quién desprecio. Eso me dice más de mí que hurgar en mi conciencia para averiguar qué y quién soy.
Reflexiones de un pintor expresionista
Todo conocimiento es principalmente plagio. Un argumento a favor de que
todo conocimiento es vivenciado como plagio es el incómodo sentimiento
de culpabilidad que se experimenta cuando se expresa una opinión que ha
sido tomada prestada de algún otro, pero que aún no ha sido interiorizada.
El tiempo que tarda uno en «olvidar» la fuente puede variar, pero
finalmente, una vez consumado el olvido, el conocimiento pasa a
convertirse en parte de nuestro repertorio personal. La mala conciencia es
síntoma pues de que aún no nos hemos apropiado de ese conocimiento
particular. La diferencia así entre un conocimiento plagiado y uno propio,
es entre el ayer y el hoy. El plagio de ayer es nuestra autenticidad de hoy y
el plagio de hoy será nuestra autenticidad de mañana.
Eduardo Cohen. Hacia un arte existencial. Reflexiones de un pintor
expresionista, p. 97. Editorial Anthropos. Barcelona, España, 2004.
DIBUJANTE FIGURATIVO
Yo, como artista, como dibujante figurativo, trato de confeccionar con mi trabajo un mundo a todas luces falso, donde los personajes y la escenografía tienden constantemente a escapar de las reglas de la lógica y
de la verdad institucional. Es decir, en mis dibujos se efectúa una especie de fuga de la realidad (o de lo que llamamos realidad). Y no es cierto que con esto pretenda alcanzar una verdad absoluta que trascienda nuestra vulgar cotidianidad. Confieso que me basta con asistir, entre curioso y asombrado, al surgimiento lento de escenas y personajes que van asomándose imprevisiblemente hasta instalarse en la superficie del papel; seres -como yo- resignados a poblar gratuitamente un mundo absurdo.
Eduardo Cohen, texto no publicado y sin fecha, encontrado en su archivo personal.
Eduardo Cohen y los propósitos de la mirada
En los últimos meses de su vida, entre 1994 y 1995, en los momentos de
calma que le permite la enfermedad, Eduardo Cohen hace del óleo una
manera de recobrar sus ánimos de vivir. Para él, la pintura es un arrojo que
se permite. De pronto pierde la vista, luego la recupera y toma los pinceles
para concretar un trabajo sin par en donde hay que robarle unos minutos
más a la existencia. Vistos esos cuadros lo que queda es una manifestación
de agitaciones y de dolor. Cohen se afirmaba en esa negatividad, en esa
rebeldía que lo hizo uno de los grandes artistas de este siglo XX mexicano
y uno de los mayores dibujantes de este continente del que tanto descreía
Borges.
Andrés de Luna. Eduardo Cohen. Los propósitos de la mirada. P.56,
UNAM, México, 1997.
LA IRRACIONALIDAD DE ARTE
La «irracionalidad» del arte es como la del sueño: una racionalidad sui
generis. Tanto el sueño como el arte operan con múltiples niveles de
significación porque no nacen de determinaciones sociales puras, sino que
interviene en ellos un sujeto siempre singular en su biografía a pesar de
insertarse en una cultura homogeneizada por poderosos medios de
comunicación. Esta unicidad de cada sujeto deriva tanto de factores
genéticos como existenciales irrepetibles. Lo que hace que el arte sea algo
más que un producto de las circunstancias sociales y la cultura circundante
es el componente de la obra no programado deliberadamente, sino producto
de esa unicidad, consciente e inconsciente, del sujeto creador.
Eduardo Cohen, charlas con alumnos, 1992.
El silencio del sabio y el silencio del ignorante «
En ciertos momentos, el silencio del sabio y el silencio del ignorante «suenan» igual y suelen confundirse, pero tienen significados muy distintos. La renuncia del sabio a evidenciar su saber en cada frase que enuncia se asemeja a la del buen pintor que selecciona entre sus recursos sólo aquellos que requiere para decir los más directamente posible lo que tiene que decir en ese momento. Por su parte, tanto el ignorante como el pintor sin recursos que intentan impresionar y que no tienen a qué renunciar, hacen la comedia del renunciamiento. Sin embargo, para un ojo educado, esas trampas no pasan inadvertidas y hasta en un simple garabato es posible distinguir si lo que hay detrás es alguien sensible y conocedor del oficio o lo contrario.
Eduardo Cohen. Hacia un arte existencial. Reflexiones de un pintor expresionista. p. 57. UNAM, México, 1993.
Reflexiones de un pintor expresionista
Lo que hace que el arte sea algo más que un producto de las circunstancias sociales es el componente de la obra no programado deliberadamente. Todo artista se expresa siempre en dos niveles: uno, el de la conciencia; en este nivel su ubicación social, su formación académica, tanto como su ideología influyen en los resultados. Sin embargo, en un segundo nivel, el de la inconsciencia, actúan un conjunto de impulsos cuya matriz es un deseo arcaico remotamente localizable.
Las más inexplicables intuiciones del genio y del poeta nada se aclaran a través de los esquemas explicativos de la sociología y aun de la misma psicología, pues aquéllas son precisamente lo impredecible.
Eduardo Cohen. Hacia un arte existencial. Reflexiones de un pintor expresionista, p. 153. Universidad Nacional Autónoma de México, 1993
Mi Papá, yo, el arte y la religión
Por: Leonardo Cohen
En muchas ocasiones, a lo largo de mi vida, me he visto con la necesidad de explicar ciertas paradojas que conviven al interior de mi personalidad. Desde una época muy temprana, aún durante mi niñez, me fui percatando de que tarde o temprano la fe en Dios me abandonaría. Recuerdo con nitidez el momento en el que, esperando mi turno para entrar al dentista, tal vez a los 11 o 12 años, miré hacia la sala donde doctores y enfermeras trataban la dentadura de otros niños, y con preocupación tuve la sensación de que mi aterrizaje en el mundo del ateísmo era inevitable. No me agradó esa sensación. Me pareció que no era adecuado ni correcto dejar de creer en Dios, pero sentí que no había alternativa, y que las ideas que al respecto tenía en el pasado, se iban disolviendo y haciendo obsoletas. Percibí que mi destino iba a ser la renuncia a la fe religiosa y a la idea de que por encima de nosotros había una voluntad divina. No había posibilidad de argumentar. Simplemente, así era y había que reconciliarse con la nueva realidad. Sin embargo, puedo decir que, también desde una época relativamente temprana, -a mis 16 o 17 años- me empecé a interesar apasionadamente por la religión. Se me despertó gran curiosidad por el fenómeno religioso, al que empecé a aproximarme a través de lecturas diversas, sobre todo de sociología. Posteriormente, mis estudios académicos me condujeron a colocar el tema religioso en el centro de mi agenda, y hasta la fecha se me despierta fácilmente el apetito cuando se trata de abordar experiencias religiosas desde perspectivas analíticas. Eso sí, aún sigo sin considerarme creyente, tal y como lo percibí aquella tarde en el dentista.
Con el pasar del tiempo, uno va rearmando su biografía y tratando de entender cómo es que uno se volvió quien es. ¿Cómo llegué a conciliar mi apatía por la fe junto con mi pasión por la religión? Sin duda mis relaciones afectivas más cercanas tuvieron una influencia importante sobre mi conciencia. Nadie en mi casa demostró tener especial interés por mantener las prácticas religiosas a nivel cotidiano. Mis padres y sus tres hijos, Moy, Sari y yo, nos criamos bajo el mismo ambiente y al final todos terminamos desligándonos de Dios de una forma o de otra. Sin embargo, dentro de esa misma atmósfera, cuando llegaban las festividades judías, casi como si fuera un imperativo íbamos todos a la sinagoga y rezábamos. En Yom Kipur, mi papá salía hacia la sinagoga desde temprano. Yo era un poco más flojo y llegaba más tarde. Cuando entraba, mi papá me miraba con ojos de pistola, como diciéndome: “¿Apenas te apareces?” Me ponía el talit y comenzaba a rezar junto con todos los presentes. Con el tiempo me llegué a preguntar por qué mi papá se molestaba de que me incorporara tarde al rezo. Tal vez le enfadaba que yo y mi hermano lo dejáramos aburrirse solo.
Durante mi adolescencia pasé horas y horas con mi papá y Moy mi hermano en la sinagoga. Mi mamá y mi hermana no podían sentarse con nosotros porque se trataba de una sinagoga ortodoxa. Había largos momentos tediosos y aburridos cuando se trataba de los rezos de Rosh Hashana y Yom Kipur, que nos daban la oportunidad de conversar y plantear, sin decirlo de manera abierta, la pregunta fundamental de ¿por qué estamos acá? Mi papá se educó de manera religiosa, se sabía todas las plegarias casi de memoria, mientras yo hacía un gran esfuerzo por leer todo y nunca lograba terminar a tiempo. Tal vez había cierta inercia, o compromiso familiar que le dificultaba a mi papá la posibilidad de dejar de ir a la sinagoga. Sin embargo, una vez que estábamos ahí, discutíamos y conversábamos sobre el valor de la religión como instrumento de cohesión social. Escuchábamos los cantos y a continuación reflexionábamos sobre la manera en que la participación en el rito, el involucramiento afectivo de los participantes, generaba un momento de comunión que demostraba que la religión existe y cumple un papel –social, emocional, afectivo- que va más allá de las creencias. Por supuesto, a través de esas conversaciones conocí a Émile Durkheim, uno de los padres fundadores de la sociología y en específico de la sociología de la religión. Incluso, en una ocasión, descubrí a mi padre haciendo una trampa. Adentro del libro de rezos tenía escondido otro libro, el cual procuraba leer mientras se aburría. Era un libro muy pequeño pero muy significativo: “Comentarios a la Rama Dorada de Frazer” escrito por el filósofo alemán Ludwig Wittgenstein. Cuando mi papá se escapaba dentro del rezo hacia su lectura, abordaba perspectivas sobre la religión en las que él mismo se encontraba en ese preciso momento: “el hombre que clava una aguja en el muñeco que representa a su enemigo, tiene su equivalente en la sociedad moderna donde un hombre besa la foto de su amada, o toca la bocina cuando no puede salir del embotellamiento. En todos los casos, se trata de una expresión de un deseo.” La ceremonia tenía significados afectivos, más allá de su capacidad de dirigirse hacia la voluntad divina o tratar de influir en ella, como se hace referencia a la magia.
Mi papá dedicó una pequeña parte de su obra plástica, a retratar esas experiencias en la sinagoga. Sobre todo, la sinagoga de la calle Córdoba, que fue la sinagoga de su infancia. Lo hizo siempre desde su profunda perspectiva expresionista, que resaltaba, sobre todo, la visión radicalmente subjetiva de la imagen que representaba. Tal cómo él mismo escribió: “El artista que se encuentra comprometido afectivamente con el mundo no hará necesariamente obras maestras (para eso se necesita algo más), pero sí obras auténticas y únicas. La autenticidad tiene dos caras positivas: una es el innegable interés que despierta cada alma humana cuando nos habla desde sí mismo; la otra cara es la experiencia subjetiva, plena de intensidad que vive quien lucha por objetivar su propia visión de la vida en la particularidad de un espacio y en la singularidad de un instante.”
Si los dibujos y pinturas de mi papá son obras maestras, eso lo determinará el público y los críticos de arte. Pero sin duda en sus obras sobre su experiencia en la sinagoga puede notarse su compromiso afectivo, su autenticidad, y su capacidad de hablar de sí mismo. Yo no heredé su capacidad para las artes plásticas, pero a partir de nuestras largas conversaciones en la sinagoga es que me explico a mí mismo por qué me apasiona el fenómeno religioso y por qué dedico tantos esfuerzos en comprenderlo desde una posición empática, más allá de mi certero ateísmo, o más bien, agnosticismo.
SELECCIÓN DE FRAGMENTOS DE LA PRESENTACIÓN QUE EDUARDO COHEN HIZO DE SU PROPIA OBRA
EN EL CATÁLOGO PARA SU EXPOSICIÓN TITULADA «DE HOMBRES Y DE BESTIAS» EN EL COLEGIO DE BACHILLERES DE LA CIUDAD DE MÉXICO
ABRIL-MAYO 1988
(Textos en los que el artista hizo uso de su sentido del humor y de la ironía para neutralizar la solemnidad que a menudo acompaña al quehacer artístico. Cohen siempre pensó que el mejor antídoto contra la arrogancia tan común entre los creadores, era la capacidad de reírse de uno mismo).
«En cuanto a mi manera de trabajar, yo suelo dibujar lo primero que se me ocurre. Cuando no se me ocurre nada, de todos modos dibujo. De ahí que algunos de mis cuadros resulten, sorprendentemente, hermosas metáforas del vacío existencial.»
«Cuando se elige la carrera de pintor se sabe con certeza que toda crítica -excepto la favorable- se puede desechar por subjetiva. Por tanto, si toda una vida no me es suficiente para alcanzar el reconocimiento, acusaré de subjetiva a toda la sociedad, atenderé únicamente al juicio de la posteridad y asunto concluido.»
«La verdad es que podría dar mil razones para explicar el por qué no soy comprendido. Como no se me ocurre ninguna convincente, recurro a una de mis frases favoritas: ¡Yo no pinto para agradar a nadie sino a mí mismo! Aunque sinceramente no me gusta afirmar eso en público porque inmediatamente todos se muestran de acuerdo.